Desde Juan Emar en directo para HastaPorAhiNoMas: Los Olvidados.
No soy economista, pero siempre me ha inquietado la economía. Y los ramos que tuve por ahí en la universidad me interesaron muchísimo y los disfruté. Más allá de que últimamente he empezado a leer, “entender”, y casi entretenerme con el “cuerpo B”, y estos libros de moda como el inquietante “Freakonomics” o el didáctico “El economista camuflado” –lo que no es mucho decir-; la verdad es que dejé de lado mis planes de hacer un postgrado en la materia y me vi tentado por la filosofía. Un cálculo poco económico, como salta a la vista.
En algún momento de mi vida pensé que el economista era inherentemente un cómplice instrumental del sistema. De “los malos”. Luego me di cuenta que eso se da de manera más radical en los abogados. Y muchas veces en los periodistas.
Además, empecé a conocer economistas “críticos” o “alternativos”, y sobre todo, a entender que -como en cualquier carrera- el economista está limitado y un poco condicionado por las herramientas teóricas y metodológicas que recibe.
Y por ahí parece que va la cosa…
Tato me hacía ver con extrema lucidez:
-“¿Cuál es la definición de la economía?”
- “Ciencia de la escasez” respondí con la seguridad de un conocimiento anclado desde la educación media.
-“Viste, su definición ya es perversa”
Demonios que es cierto.
Entender todo recurso como escaso y todo como recurso, predispone a que la acumulación es necesaria e inevitable. Que siempre habrá quienes no tienen. Inevitablemente. Y ese es un punto de partida que parece más político que científico…Y no es de extrañarse, ya que detrás de la “ciencia económica” hay mucho de subjetividad, mucho de convención, mucho de metafísica…y por lo tanto, mucha política. Peligrosamente encubierta por ese manto científico de la “neutralidad y objetividad”.
“Hitler ganó la guerra” me captó la atención inmediatamente por tan sugerente título. Y la verdad es que no quería dejar de leerlo y como un cabro chico dilaté el momento de terminarlo hasta el absurdo. Ahora lo vuelvo a releer.
Escrito por el economista argentino Walter Graziano, el libro narra como una bola de nieve los nexos entre los intereses petroleros, bancarios, universitarios, y políticos de EEUU, dejando entrever que quién sea el presidente es solo un accesorio de algo que se cocina ya desde las sociedades secretas universitarias. Dentro de las cuales George W. Bush es miembro de “Skull & Bones” (por dar el ejemplo actual). Finalmente, el poder en el país de la democracia y la libertad se distribuye entre unas pocas familias.
Y si lo piensan, de ganar Hillary, tendríamos desde finales de los 80’ a los presidentes Bush-Clinton-Bush-Clinton.
El capítulo inicial del libro -llamado “Nash, la punta del ovillo”- narra la impresión que se lleva Graziano cuando va al cine a ver “Una mente brillante” (A beautiful mind, 2001). A Graziano le llama mucho la atención el hecho de que no supiera casi nada del premio Nóbel, cuyo descubrimiento implicaba una contradicción radical a los postulados de la economía clásica de Smith: no se alcanza el óptimo si cada agente se mueve por su egoísmo, para ello tiene que contemplar su beneficio, pero sin perder de vista el beneficio del resto de la sociedad.
“¿Por qué nadie me enseñó esto en teoría económica, más allá de una clase anecdótica?” se pregunta el economista argentino.
Y así, el libro va desenmarañando el ovillo donde la mayoría de los supuestos de la economía clásica y neo-clásica descansan en presunciones no probadas o demostradas como falsas, incluso. Evidentemente esto no impide que la economía “funcione”, pero le da un carácter perverso e ideológico. Es más, y lo que es peor, la economía está al tanto de que sus supuestos no operan. Y gran parte del trabajo de economistas teóricos es generar modelos “parche” para esas “excepciones” que se cuelan por todos lados.
Podemos resumir –de acuerdo a Graziano- esos “hitos”, olvidos, o silencios de “la ciencia” en los siguientes:
John Forbes Nash, Premio Nobel de Economía de 1994: se le otorgó el Nóbel por sus aportes a la teoría de los juegos donde se acuña el famoso “equilibrio de Nash”, su principal mérito es descubrir el carácter erróneo de 150 años de teoría económica al demostrar cómo un comportamiento puramente individualista puede producir en una sociedad una especie de "bellum omni contra omnes" (la guerra de todos contra todos de Hobbes), en la que finalmente, cada individuo termina obteniendo menor bienestar del que podría de forma coordinada.
O sea el individualismo, el bendito individualismo, ni siquiera sirve para lo que nos han dicho que debiera servir.
Lipsey y Lancaster: conocidos por su “teoría del segundo mejor”, enuncian que si una economía, debido a las restricciones propias que ocurren en el mundo real, no puede funcionar en el punto óptimo de plena libertad y competencia perfecta para todos sus actores, entonces no se sabe a priori qué nivel de regulaciones e intervenciones estatales necesitará ese país para funcionar correctamente. O sea, dice Graziano "... Lipsey y Lancaster descubrieron que es posible que un país funcione mejor con una mayor cantidad de restricciones e interferencias estatales, que sin ellas".
O sea, está lejos de ser un manual universal que al mercado hay que dejarlo lo más libre posible, y que toda intervención o regulación es nefasta para la economía. Un dogma que muchos repiten como loros.
Robert Lucas, Nóbel de 1995, ingeniero de Chicago, tomando la tesis de Smith y limitando aún más el rol del Estado que lo que proponía la teoría monetarista de Friedman (el Estado sólo debe preocuparse de emitir moneda al ritmo que crece la economía, y mantener un equilibrio fiscal), crea la “escuela de las expectativas racionales”. En ella, la hipótesis fundamental es que el ser humano posee perfecta racionalidad y toma sus decisiones económicas sobre la base de ella. Esta hipótesis psicológica fue ampliamente criticada, y de hecho, día a día se demuestra como falsa. Pero Lucas y sus seguidores se escudaron en el razonamiento de que no hacía falta que cada uno de los operadores económicos fuera perfectamente racional, sino que sólo era necesario que el promedio de los operadores económicos se comportara con perfecta racionalidad para que sus teorías fueran válidas. Esto implica transformar la hipótesis psicológica de la perfecta racionalidad en una hipótesis sociológica: se supone que los desvíos en la racionalidad humana, en una sociedad, se compensan entre sí. Se trata como se ve, de un supuesto exótico, rarísimo, pero a la vez tan central en la teoría de Lucas, que si se cae, nada en ella permanece en pie.
O sea, el promedio toma decisiones económicas amparados en la racionalidad y tomando en cuenta que los demás agentes actuarán de manera perfectamente racional también. En todas las sociedades del mundo, en todo momento.
¿Por qué carajo tenemos publicidad que no nos dice los precios de los productos entonces?
Para Lucas, frente a esta racionalidad de los agentes, cualquier distorsión estatal es contraproducente. El Estado sólo debe limitarse a mantener el equilibrio fiscal.
Aquí Graziano rescata a otro olvidado: Gary Becker, Premio Nobel de Economía en 1992, descubrió que matemáticamente las preferencias individuales no son agregables. Graziano describe este descubrimiento como un verdadero “misil” al núcleo de la escuela de Chicago: la teoría de la utilidad, y por supuesto a la teoría del ingeniero-matemático Robert Lucas.
¿Qué pasa entonces?
¿Por qué si en nada menos que Princeton se descubre que el núcleo de la economía clásica está errado, descubrimiento que vale un Nóbel, la teoría económica sigue enseñándose llena de supuestos demostrados como falsos?
¿Por qué en Chicago surgen todas estas teorías neoclásicas que descansan en prejuicios ideológicos más que empíricos?
Graziano tiene razón: la elegancia de teorías simples y modelos matemáticos armónicos como los de Friedman y Lucas envuelven a la economía en una apariencia científica que es seductora. Ojalá llegar a ese nivel universal y simple de la física.
Que una recomendación emanada de la Escuela de Chicago –promovida por FMI, BM, BID- pueda correr para cualquier país en cualquier momento. Obviando las diferencias de cada economía, obviando la diferencia de cada cultura, obviando que finalmente estamos hablando de la conducta de personas y no de gráficos o números.
Da para pensarlo ¿no?, finalmente aquellos países que promueven las políticas de Chicago no las aplican (EE.UU., Europa), pero si utilizan laboratorios para ver como anda la cosa (Chile, Argentina, República Dominicana, etc.), desconociendo el desastre y costo social que han generado…
Pero parece que todo eso puede ser muy complejo y difícil de definir.
Por Favor, reAcciones
P.S.: Si les interesa profundizar en aspectos como la ligazón entre Chicago y los intereses petroleros, les recomiendo que lean el libro. Asimismo aquí pueden encontrar un desarrollo interesante desde las teorías educativas en torno a este tema.
N del E: Vaya a ver a Juan Emar, muy interesante, muy bien escrito.
1 comentario:
la sensualidad es lo opuesto a la racionalidad...
super mr. emar!
[clap clap clap}
best-
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